Érase un hombre a un bigote pegado

 Sobre cómo las barbas y los bigotes han persuadido muchedumbres, subrayado la maldad de varios dictadores y enredado las fronteras del género y de las jerarquías militares. Una reflexión sobre el vello y lo bello, y todo lo que crece en el medio.

 

POR Lina Céspedes

Septiembre 14 2022
bigote

 

 Cuando bajé las escaleras me topé con él. Me costó reconocerlo. Algo en la cara de mi amigo no cuadraba. Finalmente, tras unos segundos, di con el bigote que ahora enmarcaba sus labios como una persistente virgulilla. No lo planeamos. Fue un encuentro casual en el centro de Bogotá a la entrada de nuestro lugar de trabajo. Había pasado más de un año y una pandemia desde la última vez que nos vimos. Al darnos el consabido toque de mejillas para saludarnos, pude sentir el roce de su mostacho en mi piel. Cuando tomamos distancia de nuevo, constaté que se veía diez años mayor, algo que seguramente estaba buscando para darse un aire más serio y maduro, y una masculinidad más pronunciada. No es que este joven fuera afeminado; más bien su virilidad era estilizada y menos presente. Ahora, con el bigote no quedaba duda de que este ser humano era un hombre y que ese montón de pelos apiñados encima de su labio superior eran un mensaje para mí, para él, para sus jefes y para el mundo en general. Incluso alcancé a pensar que su resistencia a usar corbata en el espacio profesional se veía compensada por esta intervención en su cuerpo.  

Mi padre usó bigote hasta el día de su muerte. La historia familiar oficial indica que un día, hacia sus 40 años, mientras estaba de vacaciones en Mariquita, Tolima, este señor se metió a la ducha muy acalorado. ¡Fatal error! La sabiduría popular advierte que eso puede llevar a que la gente se tuerza. Pues dicho y hecho, mi padre entró uno y salió otro, desfigurado en una mueca persistente que ni su voluntad, ni la de mi madre, ni la del médico pudo deshacer. En realidad, hoy sabemos que lo del cambio extremo de temperatura es una explicación tan precisa como cualquier superstición. Lo más seguro es que el hombre sufriera un accidente cerebrovascular menor. El caso es que estuvo así varios días, con un ojo medio abierto y la boca contraída en un gesto grotesco. Su recuperación fue tortuosa. Comer, lagrimear o hablar era en extremo penoso, ya fuera por el dolor o por la humillación. Pasaron semanas y el movimiento regresó paulatinamente a sus facciones, salvo en la comisura izquierda, la cual mantuvo un ligero descenso que se subrayaba cuando sonreía. Frente al espejo, detallando cómo su boca no se comportaba como antes, cómo no se plegaba completamente a sus deseos, mi padre decidió dejarse el bigote. 

Detrás de cada mostacho y de cada barba hay una gran historia. Estoy convencida de ello. De la misma manera que para muchas mujeres un cambio radical de peinado es una forma de marcar un hito o de darle expresión a un particular modo de estar en el mundo, la manipulación masculina del vello facial tiene una narrativa individual y social. Se puede discutir si tenemos alma, si nos habita un espíritu que trasciende nuestra materia, pero no se puede negar que nuestro vehículo primordial para ser es nuestro cuerpo: ese organismo de procesos, funciones y excreciones que vestimos, maquillamos, ejercitamos y limpiamos. El pelo es una de las partes más versátiles del cuerpo humano, una de las que más se presta para modificaciones y para ser dotada de significados. No en vano los punks adoptaron un peinado específico para transmitir su mensaje de radical inconformismo ante el statu quo. Tampoco es gratuito que para realzar la majestad de las cortes los jueces se echen encima no solo togas sino también pelucas, ni que una de las imágenes gay más icónicas, creada por Touko Laaksonen –más conocido como Tom of Finland–, lleve un bigote tipo Chevron. 

Así como los documentos en los archivos sirven para soportar las narrativas históricas, las barbas y los bigotes son testimonios no solo de los cánones estéticos de una era, sino de la modelación del cuerpo como instrumento político, social y cultural. En el capítulo “Social Science, Gender Theory and the History of Hair”, que hace parte de la obra colectiva New Perspectives on the History of Facial Hair, editada por Jennifer Evans y Alun Withey, el profesor Christopher Oldstone-Moore explica que la popularización del uso de la barba en Europa y Norteamérica hacia mediados del siglo xix respondió a las ansiedades causadas por los cambios vertiginosos provocados por la industrialización y las revoluciones democráticas. Por un lado, las sociedades de la revolución industrial y del consumo no precisaban de la fuerza física de los hombres en la misma medida que en el pasado, lo cual forzó el desplazamiento del lugar de la masculinidad en los cuerpos. Por otro, el nacimiento de la democracia moderna implicó centrar “el poder en un sexo, más que en una clase social”. Así, el vello facial fue una declaración de quiebre frente a un pasado de hombres bien rasurados del antiguo régimen y una forma de acentuar la pertinencia a un sexo privilegiado. 

Grecia y Roma también pueden narrarse en términos capilares. Las imágenes de un Alejandro el Grande imberbe parecen haber determinado por siglos la estética de la virilidad y del poder. De ahí que las barbas del emperador Adriano hayan dado tanto de qué hablar y que se le considere el creador de una tendencia de la moda imperial. Tal como lo indica Claudia García Villalba en su artículo “La significación histórica del vello facial en los retratos de Octavio”, en la narrativa tradicional de las representaciones imperiales, la decisión de Adriano es un parteaguas en el que la barba es adoptada como una forma de establecer lazos con la admirada civilización helénica y con otras nociones de sabiduría y majestad. Ahora, no sobran versiones alternativas en las que Adriano, tal como mi padre, adopta una barba para cubrir las imperfecciones de su rostro, tal vez verrugas, acné o cicatrices. Vaya uno a saber. Lo cierto es que García Villalba nos cuenta que, aunque fue innovador, este emperador no puede ser considerado el pionero en este campo, pues Octavio, el futuro Augusto iniciador del Imperio, ya había utilizado su vello facial con propósitos políticos. Este astuto líder hizo uso del vasto poder comunicativo de las emisiones de moneda para poner a circular su imagen barbada. Todo ocurrió después de los famosos idus de marzo del año 44 a.C., es decir, luego del asesinato de Julio César, su padre adoptivo. El momento no podía ser más estratégico. Para consolidar su poder en un contexto altamente volátil, Octavio se hizo representar como un hombre en duelo precisamente a través del vello facial, signo del luto en la sociedad romana. Es difícil determinar cuál fue el impacto de esta iconografía en ciudadanos y extranjeros, y si realmente este hombre se dejó crecer la barba y el bigote o si siguió caminando por las calles de Roma bien afeitado. Lo que sí se sabe es que la construcción de un carácter y una decisión en un momento de crisis estuvo ligada al uso intencionado de una barba y un bigote.

De la misma forma en que hay leyendas heroicas tras ciertos bigotes y barbas, también hay leyendas oscuras. En el caso de las últimas, estas muchas veces han sido asociadas a dictadores. Quizá todo comenzó con el ominoso Hitler, cuyo ridículo bigote no hacía más que realzar su monstruosa personalidad. La existencia de esta relación ha sido motivo de especulación. Basta buscar en internet “bigotes y dictadores” para adentrarse en toda clase de escritos que exploran esta hipótesis. Algunos hablan de casualidad, otros de decisión. Puede ser que estos hombres violentos y arbitrarios hayan decidido potenciar su imagen fuerte e inmisericorde adornándose con un mostacho. Puede que solo haya sido la moda de una época. Lo cierto es que sus bigotes hacen parte esencial de sus personas públicas. Basta pensar en Stalin o en Sadam Hussein. Quizá eso ha llevado, por una parte, a que en la política contemporánea muchos prefieran llevar la cara bien afeitada, y por otra, a la fascinación del público cuando uno de estos hombres poderosos decide adosar su rostro con unos cuantos pelos. Recuerdo el revuelo que causó el Primer Ministro de Canadá, Justin Trudeau, cuando volvió de vacaciones con esa barba rala en un intento, digo yo, de deshacerse de esa imagen angelical y aniñada. Hasta la BBC consideró el episodio digno de ser reportado como noticia. El lugar del vello facial en la vida política puede ser constatado por la existencia de un Super pac (o Comité de Acción Política en Estados Unidos) para apoyar financieramente a candidatos con barbas y bigotes a ser elegidos popularmente. Hasta el momento, su éxito con la presidencia ha sido bastante limitado. Desde Woodrow Wilson (1913-1921), este país ha sido gobernado por presidentes lampiños, amantes de una buena rasurada. 

Hay bigotes de bigotes. Uno de los que más me llama la atención es el que un niño o una mujer se pinta con un delineador negro para traspasar las fronteras de la edad y el sexo. Mi fascinación radica en que con este gesto queda en total evidencia cómo la posibilidad de dejarse poblar el labio superior con una aglomeración de fibras de queratina es un signo cultural que interpretamos para determinar el sexo y la edad. La regla prescribe que solo los hombres pueden tener barbas y bigotes y que a las mujeres les corresponde una piel tersa, sin interferencias capilares. Sin embargo, ahí tenemos a Frida Kahlo y a la influencer y esteticista británica Joanna J. Kenny, dos mujeres que, a través de fotos –en el caso de Frida– o publicaciones de Instagram y TikTok –en el caso de Joanna– retaron las artificiales nociones estéticas que pretenden imponer un orden que permita trazar claramente la frontera entre quién es masculino y quién es femenino. Ahora bien, el bigotito de Frida ha pasado por las duras y las maduras. Un repaso a algunas de sus imágenes comerciales, como las que adornan los portavasos que alguna vez me regaló una de mis hermanas, demuestra que su bozo es considerado vergonzante y transgresivo, es decir, digno de ser eliminado. En el caso de Kenny, estar viva y en pleno control de sus redes sociales le garantiza no solo que los pelos sobre su labio superior no sean eliminados, sino que pueda realzar su presencia con fotos en las que el vello aparece en primer plano acompañado de un pintalabios rojo cereza intenso. La fijación que despiertan los gestos de la mexicana y de la británica tiene resonancias con el morbo que han producido a lo largo de la historia las mujeres barbadas o que padecen hirsutismo. Ahí está en el Museo del Prado ese cuadro maravilloso del siglo xvii pintado por El Españoleto, en el que un ser de barba completa, negra y densa, amamanta a un niño, y donde, tras su hombro, se adivina la figura, igualmente barbada, de su esposo. Por el título –Magdalena Ventura con su marido–, por el seno al descubierto y por el bebé de brazos, sabemos que es una mujer, aunque su rostro nos indique lo contrario. 

El vello facial también habla de jerarquías. En el año 2014, el Consejo de Estado falló favorablemente la demanda interpuesta por el policía jubilado Henry Castillo contra el “Reglamento de Uniformes, Insignias, Distintivos y Condecoraciones para el personal de la Policía Nacional de Colombia”. Su inconformidad radicaba en que dicho estatuto solo permitía lucir bigote a “oficiales desde el grado de capitán, y a los suboficiales y personal del nivel ejecutivo a partir del grado de sargento segundo o de intendente respectivamente”. Para el demandante y para los consejeros que estudiaron su caso, esta norma propiciaba una clara discriminación, en la medida en que la diferenciación física entre rangos no encontraba una justificación jurídica plausible. En pocas palabras, el hecho de que el reglamento autorizara que unos policías sí lo llevaran mientras les negara esta opción a otros era abiertamente contrario a la noción jurídica de igualdad. Quizá ese factor llevó a que el protagonista de este litigio no demandara la otra parte de la norma, en la que se proscribe sin excepciones la barba y el pelo largo, o tal vez ese hombre estaba convencido de que un bigote estaba bien, pero que una barba ya era demasiado.

Castillo fue entrevistado por el periódico El Tiempo luego de la sentencia favorable. Ahí contó que un día de servicio fue sancionado por no rasurarse apropiadamente la barba y el bigote. Al parecer, él no tenía idea de la regla que le impedía dejarse crecer el vello facial. Lo que vino después fue una larga espera para poder interponer una acción judicial luego de pensionarse. En la foto que acompaña la entrevista se ve a un hombre calvo, rasurado al ras, con una expresión seria. No deja de ser un contrasentido que este señor sea el defensor de los bigotes en esta institución. Aunque no he podido encontrar una explicación de los motivos que inspiraron la excepción bigotuda para ciertos policías de acuerdo con su rango, mi intuición me dice que está relacionada con la necesidad de mantener las jerarquías hasta en esos mínimos detalles. Hay que evitar a toda costa que aquellos que se encuentran en la base de la pirámide se parezcan mucho a los que se encuentran más arriba. Otra cuestión significativa de este episodio fue la mella que dejó esta situación en la vida de Castillo. Obligar a otra persona a que cambie su apariencia física no es cuestión menor; es algo que puede ser violento, particularmente si implica el uso de una cuchilla. En este caso, en vez de ir al diván, el policía pensionado recurrió a los estrados judiciales. De alguna u otra forma, la terapia y el litigio tienen sus puntos en común. 

Las barbas y los bigotes tienen una historia. Solo basta mirar alrededor con atención y detallar esas fotos que nos ofrecen los álbumes familiares, las páginas web y las redes sociales. A veces, solo falta observarse al espejo o ver, incluso imaginar, cómo los otros lo enfrentan. De niña siempre asistí con fascinación al ritual de afeitado de mi padre. Para un hombre tan lampiño como él, cuyo bigote fue considerado un milagro en nuestra familia, el afeitarse las mejillas y la barbilla era un puro ritual estético que desplegaba para su esposa, sus hijas y su persona masculina. Su bigote fue un corrector facial, una especie de cirugía. Su ceremonia de las mañanas fue un acto performativo más en la construcción y mantenimiento de su masculinidad. 

La aparición del bigote de mi amigo había tenido algo de tragicómico. Por momentos quise leerla como una de esas insignias que se llevan luego de haber sobrevivido heroicamente a una guerra. No era para menos. Luego de la pandemia se podía decir que todos éramos de alguna manera unos sobrevivientes. Con el pasar del tiempo, y al calor de la conversación, su mostacho se convirtió en una virgulilla que danzaba al son de sus gestos y palabras. Durante quince minutos, a duras penas puse atención a lo que este hombre me contaba. La cadencia de su bigote era hipnótica. Sus implicaciones para la idea que yo tenía de él eran vastas. El hechizo se deshizo cuando se despidió. Allí me quedé un rato viéndolo alejarse caminando hacia La Candelaria. Luego retomé mi camino hacia el lado exactamente contrario mientras pronunciaba: allá va ese hombre a un bigote pegado.    

 

ACERCA DEL AUTOR


Lina Céspedes

Doctora en derecho de la Universidad de Temple, Filadelfia. Fue becaria Fulbright y residential fellow del Institute for Global Law and Policy de la Universidad de Harvard.